La palabra símbolo en su acepción más antigua, se asocia con la idea de ¿juntar, hacer coincidir¿. En tiempos inmemoriales, esa imagen inconsciente y la palabra que la nombraba estaban indisolublemente unidas en el centro mítico-religioso (el sol ¿era¿ Dios; la serpiente ¿era¿ el pecado). Es decir, había una identidad entre el nombre y lo nombrado. Esas imágenes ya no son entendidas como manifestaciones directas de la realidad. Esta situación hace del símbolo, en términos de la cultura actual, un enunciado inmerso en una permanente tensión entre la denominación y lo denominado. Los símbolos son portadores de significados cuya ambigüedad los hace misteriosos y atractivos; y bajo cuyo influjo, el ser humano siente, en la profundidad o como mera intuición, el eco de un mensaje remoto y aprehensible a la vez.